Para empezar la semana os dejo con este artículo titulado "Buenos días, pongamos que hablo de Madrid" que casualmente he encontrado en un periódico mexicano llamado
Milenio. El artículo está firmado por un tal Alberto Peláez y en él nos da una imagen de Madrid bien distinta a la que siempre pregonamos.
Nací en la Guindalera, uno de los barrios más castizos de la capital española. Me crié en el barrio de Chamartín cuando más allá, no había nada y más acá, el estadio Santiago Bernabeu.
El norte de Madrid, hoy corazón financiero, era un gran paraje por donde pasaban las ovejas trashumantes o donde los niños de los 60´s jugábamos al futbol entre pelotas y piedras. Eso fue hace cuarenta y siete años, cuando ir al aeropuerto resultaba una excursión de un día entero para ver cómo despegaban y aterrizaban los Caravelle de la época.
Han pasado cuarenta y siete años y hoy, Madrid, mi ciudad, se ha convertido en una de las urbes más cosmopolitas del mundo. Es un enorme rastro donde todo se compra y se vende, hasta las almas; donde se visitan las mejores exposiciones, donde se comen con diferentes paladares sobre múltiples cocinas de todo el planeta amalgamadas en una sola ciudad.
Me encanta correr en El Retiro y coger el taxi para que el conductor —que son todos muy chismosos y actuales— me ponga al día.
Me gusta comer en los distintos restaurantes, en unos más que en otros. Disfruto de un Gin Tonic en los antros actuales, antes de las ocho de la noche, antes de volver a casa. Madrid me gusta y me gusta mucho. Incluso su detestable tráfico forma parte del mobiliario castizo.
Pero hay algo que me desagrada enormemente. Tal vez sea lo único. El madrileño es seco, demasiado. A veces roza la mala educación. Si entras en un restaurante pueden pasar horas hasta que te atiendan. Después de batallar para que te den la carta, llega el capitán con cara de estreñido y dice con voz grave:
—Bueno, qué, ¿han decidido ya? No tenemos todo el día.
Y entonces, al ver lo que me cuesta cada platillo, al ver lo que me cuesta la comida, me dan ganas de levantarme. Claro que uno tiene mejor educación.
Pero lo mismo ocurre con los grandes ejecutivos de la capital. De sus celulares echan chispas vendiendo y comprando, haciendo caja después de haber pasado por las más conspicuas universidades del mundo; después de tener postgrados y MBAS en las grandes escuelas de negocios. Son señores rectos y cultos o, eso parece.
Hace poco me invitó un amigo a un gimnasio muy nice de Madrid; de esos que no quieres ni pisar porque quisieras tenerlo así, de adorno como la novena maravilla del mundo. Cuando se abrió la puerta del elevador, me encontré a quince señores encorbatados con sacos azules, callados, sin mirarse entre ellos. Olían a exquisita colonia. Los treinta ojos me miraron como si fueran a hacerme una OPA.
—Buenos días —dije risueño.
Nadie contestó. Ni tan siquiera emitieron un sonido gutural. Parecían quince fantasmas forrados de dinero pero sin pizca de educación. Ocurre lo mismo con los porteros de las fincas, o los quiosqueros o los taxistas o los meseros o los vecinos. Pareciera que costara diez euros decir un buenos días.
Es muy sencillo y uno se va más contento a trabajar después de decirlo y escucharlo. Tan fácil como eso.
Y me molesta mucho a pesar de ser madrileño; sencillamente porque es exclusivo de Madrid. En otras Comunidades Autónomas, serán más o menos simpáticos, más o menos cordiales, pero a uno le dan los buenos días porque educación, con educación se paga.
Yo creo que Carlos III, conocido como el alcalde de Madrid, además de mandar construir La Puerta de Alcalá, debería haber instruido los buenos días como un emblema más. Por eso, porque es una norma de educación.