He vivido en algunas grandes ciudades y estoy de acuerdo con Hegel y con Gallardón cuando dicen aquello de que el aire de la ciudad nos hace libres. Cuando habito unos días o unos meses fuera de esta villa de pícaros y subsecretarios, donde la primera industria es el poder, me muero de melancolía. Dicen que está hecha a trasmano, artificialmente, como un campamento en terreno de osos, para que se refugiara el rey en la ribera del Manzanares, huyendo del Tajo donde flotaban las églogas. Cómo engancharía, desde el principio, esta puta ciudad que cuando decidieron trasladar la corte a Valladolid, los madrileños lloraban como niños pequeños. Otras dos veces más rompieron en llanto: cuando chillaron los infantes que secuestró Napoleón el Dos de Mayo y unos años antes, cuando Carlos III les obligó a lavarse el careto.
Según los pesados hispanistas, los historiadores, políticos y urbanistas tendrían que haber sido capital de España Sevilla, Barcelona o Lisboa, junto a ríos y las costas de las aventuras equinocciales y las civilizaciones. Felipe II decidió que sólo Madrid fuera corte porque le salió del pijo y para huir del bolo o chorra de los cardenales de Toledo.
Desbaratada, un poblachón, una rosa sucia, un río sin agua, absurda y hambrienta, una mezcla de Kansas City y Navalcarnero (Cela) monipodio de toreros, señoritos y putas, una cola en el Cristo de Medinaceli, un mausoleo de héroes de Rastro con latas de gasolina, monárquica, centralista, donde la gente sale del retrete abrochándose la bragueta. Pero Madrid es la ciudad de los motines, empezando por el de los gatos y acabando con el de las palomas, la que más luchó de Europa contra el fascismo, la que le dio varias veces puerta al Rey por la Puerta del Moro.
Lo del aire de la ciudad nos hace libres parece pensado para Madrid, aunque según Borges, fuera de la Plaza Mayor o de Viaducto, porque la Puerta del Sol es bastante desdichada, no hay nada digno de ser recordado. “Y la Gran Vía, bueno, es como un sainete. En Madrid todo parece servicio doméstico”. Hoy Madrid es la vanguardia arquitectónica, la movida hedónica, la pujanza y nata del PIB y eso, con valer tanto, vale menos que la libertad de que gozamos cuando llegamos a sus noches, con nuestros zapatos limpios aunque estuviéramos tiesos como garrotes. Nos decían que Madrid era Babilonia, lugar en el que te pegaban purgaciones y te guindaban la cartera. No era verdad. Es una ciudad incontaminada porque su ozono es la libertad. También dijeron que Madrid simboliza la frontera entre el románico y el mudéjar y, curiosamente, tardó dos mil años en terminar una catedral, salió una birria. Además es el único lugar del mundo que ha dedicado un monumento al diablo. En la ciudad de los espadachines, las espadas se convirtieron en navajas, y los pícaros en tiburones. Y hay una Rive Gauche, entre Plaza Colón y Cibeles, en el bario de la izquierda según se sube, con su Dôme en el Gijón, sus chaperos en Almirante. Cibeles es más que la Torre Eiffel. No es fuente, sino santuario, templo pagano, nuestra estatua de la libertad.
En esa Rive Gauche de secarral, he jugado, he vivido, he bebido parte de mi vida.
Madrid, gozne entre las dos Castillas, ciudad de un millón de cadáveres, donde los cronistas escribieron que cada calle es una urna cineraria, cada corazón un sepulcro, atacada por todos los rencores, el sitio agradable y misterioso que describió Miguel de Cervantes, está pensada para que su aire nos haga libres. Los políticos vienen a hacerse al Foro, pero la mayoría vienen de fuera. Solo del Ateneo que está en la Calle del Prado, a doscientos metros del Congreso de los Diputados, salieron ocho jefes de estado y diez y siete presidentes de Gobierno. Y la Historia de España de estas dos décadas siempre ha empezado en el kilómetro cero y tal vez por eso es la representación del mal.