De nuevo llega hoy una de vuestras entradas. En este caso le toca el turno a Io, responsable del blog Reflexiones desde el Mediterráneo, que nos trae un relato del Parque de la Fuente del Berro, lugar en el que pasó buena parte de su niñez. Hoy, su día a día se encuentra en Estepona (Málaga), y allí en los ratos libres que le deja su comercio, ha sido capaz de dar vida a su primer relato: "Los gatos".
Contemplaba absorta y tranquila los peces de colores, nadando sinuosamente a través del agua clara, irradiando destellos al paso de las ondas de luz que se filtraban hasta el mismo fondo de piedra. Dejé de mirarlos y me encontré con mi propio rostro reflejado en la superficie, un óvalo redondito dibujado con nitidez, ya que llevaba el pelo recogido en una trenza. Miré mis propios ojos, mi nariz respingona y mis mejillas abultadas, y encontré un gesto tan severo en la imagen reflejada que no pude por menos que sonreír.
Me levanté y me sacudí la falda del uniforme. Frente a mí, el parque se abría en todo su esplendor, regalándome una paz moteada tan sólo por los sonidos de la naturaleza. Dejé atrás la fuente y su enorme jarrón central panzudo y caminé por uno de los senderos de arena. A ambos lados, sobre el césped brillante, se alzaban magníficos magnolios, acebos, cedros del Líbano, madroños, castaños y sauces reverdecidos. Observé un pavo real posado sobre la rama de un castaño de Indias mirándome con altivez, sabedor de su belleza enigmática y de su señorío feudal sobre el recinto del parque.
Me desvié por un sendero a la derecha y bajé unas escaleras. Como todas las del parque, había sido excavada en la misma tierra. Los escalones eran muy irregulares y estaban guarnecidos por grandes pedruscos que sobresalían de manera desigual, así que tuve cuidado para no torcerme un pié. Al llegar abajo, contemplé la explanada desierta, y finalmente posé la vista en una gran sequoya que se elevaba majestuosa hacia el cielo. Apoyado en el enorme tronco había un hombre. Tenía una mano en el bolsillo del pantalón y con la otra sujetaba un cigarrillo. Sonreía. Me sonreía a mí. La sorpresa me abrió la boca lentamente. Era mi padre. Su figura imponente se alzaba con la misma majestad que la del árbol. Eché a correr hacia él y, cuando ya estaba a punto de abrazarle, su imagen se difuminó en el aire y se desvaneció. Me quedé perpleja y triste, rodeé el formidable tronco pensando que tal vez estuviese jugando al escondite, pero no, no estaba.
Así que decidí buscarle por el parque. Fui hasta el final de la explanada y me adentré en el único rincón que siempre me había producido aprensión. Se trataba de un lugar solitario y silencioso, presidido por una fuente que derramaba sus aguas en un pequeño canal que surcaba el suelo. Había dos columpios que siempre se hallaban vacíos, mecidos por el aire, o tal vez por la fuerza que emanaba de aquél lugar. Allí nunca había pájaros, ni pavos reales, allí las ramas de los árboles y arbustos no se movían. El único sonido era el gorgojeo de la fuente. Divisé a lo lejos el monumento a Bécquer, representado con una ondina a sus pies. Aquello me hizo recordar que el parque era un lugar de agua, aguas a la vista y aguas ocultas bajo tierra desprendiendo su extraño magnetismo, y que se le consideraba un “centro de poder”. El lugar en el que me encontraba se me antojaba uno de esos enclaves donde las energías confluyen en el subsuelo y se perciben en el entorno, un lugar en el que sentía miedo y al mismo tiempo una irresistible atracción que me impedía salir corriendo. Un leve chirrido metálico me hizo volver la cabeza. Sentado en uno de los columpios, mi hermano Inke me sonreía y me hacía señas para que ocupase el asiento vacío a su lado. Me olvidé de mi padre y corrí hacia mi hermano, aliviada al sentirme segura con su presencia, pero, al igual que me había sucedido antes, la imagen de Inke se desvaneció poco antes de llegar a él.
Decidí salir de ahí y encaminarme hacia la salida que daba a mi barrio, convencida de que mi padre y mi hermano estaban jugando conmigo. Anduve por senderos flanqueados por aquella exuberante fauna de árboles fantásticos que parecían sacados de un bosque encantado y habitados por las hadas. Un pavo real cruzó el sendero ante mí caminando sin prisa. Varias palomas revoloteaban alrededor de un hermoso palomar de madera. Los pájaros cantaban alegres, saltando de rama en rama. Atravesé el puente sobre el estanque de los patos, un numeroso grupo de ánades que se repartían entre la superficie y el agua, y me dirigí hacia la cascada de piedra. Una preciosa mujer se hallaba sentada sobre el murete de rocas que la bordeaba. Su mano derecha jugaba con el agua. Cuando levantó la vista y me miró sonriendo mis ojos se inundaron de lágrimas. Era mi madre, y temí que pudiese suceder lo mismo, que desapareciese ante mis ojos sin remisión. Me acerqué, esta vez lentamente, y extendí una mano para poder tocarla. Pero antes de que mis dedos la rozaran, se esfumó. Me senté sobre el murete y lloré con desconsuelo, hasta que advertí mi torpeza; estaban en casa, todos ellos estaban en casa con el resto de mis hermanos, como siempre, esperándome para comer. Todo había sido producto de mi imaginación.
Bajé por una de las pequeñas escaleras que discurrían a ambos lados de la cascada. Parecían de juguete. Sus escalones eran tan estrechos y de tan escasa altura que tenía que andarme con cuidado para no pisar dos al mismo tiempo. Rodeé el estanque de los cisnes recreándome en la serena belleza de un ejemplar que se deslizaba sobre la superficie cristalina. Tres más permanecían tumbados junto a una pequeña caseta de madera. Dejé atrás el estanque y me dispuse a enfilar la salida, dejando a mi izquierda el palacete que había sido vivienda de los antiguos dueños de aquél jardín botánico convertido en parque público. Miré hacia el edificio buscando a los numerosos pavos reales que solían frecuentarlo, posándose en la gran escalinata de entrada y en las balaustradas. Pero lo que vi fue una niña, una preciosa niña de mi edad, con el cabello rubio ensortijado y una sonrisa dulce y cálida que me invitó a acercarme a ella. Yo la conocía. No sabía de qué, pero la conocía mucho. Se me ocurrió que podría ser mi mejor amiga, pues recordaba haber acudido con ella a ese mismo parque multitud de veces para jugar, echar de comer a los patos y cisnes y montar en bicicleta. A medida que me aproximaba, una apacible sensación de bienestar se fue apoderando de mí. Aún seguía sin identificarla, pero sabía que era la persona con la que más a gusto me podría sentir jamás. Cuando quedaban apenas unos metros, temí de nuevo que desapareciese, más ella rió con desenfado, vino hacia mí y me abrazó, y yo me sentí la niña más afortunada del mundo. Me di cuenta de que la quería con locura, más, incluso, que a mis padres y hermanos, pero repasaba mentalmente mi lista de amistades y no conseguía localizarla.
- ¿Quién eres? – pregunté. Ella se rió, pero no me contestó.
- ¿Quién eres? – Insistí.
- ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres? – repetía sin cesar mientras ella no paraba de reír.
Finalmente, aguantó la risa como pudo y me contestó – Mamá, que soy yo. Levanta, venga, que el café ya está hecho y me tengo que ir a trabajar –.
Abrí los ojos y me encontré de nuevo con su dulce y cálida sonrisa.
Me levanté y me sacudí la falda del uniforme. Frente a mí, el parque se abría en todo su esplendor, regalándome una paz moteada tan sólo por los sonidos de la naturaleza. Dejé atrás la fuente y su enorme jarrón central panzudo y caminé por uno de los senderos de arena. A ambos lados, sobre el césped brillante, se alzaban magníficos magnolios, acebos, cedros del Líbano, madroños, castaños y sauces reverdecidos. Observé un pavo real posado sobre la rama de un castaño de Indias mirándome con altivez, sabedor de su belleza enigmática y de su señorío feudal sobre el recinto del parque.
Me desvié por un sendero a la derecha y bajé unas escaleras. Como todas las del parque, había sido excavada en la misma tierra. Los escalones eran muy irregulares y estaban guarnecidos por grandes pedruscos que sobresalían de manera desigual, así que tuve cuidado para no torcerme un pié. Al llegar abajo, contemplé la explanada desierta, y finalmente posé la vista en una gran sequoya que se elevaba majestuosa hacia el cielo. Apoyado en el enorme tronco había un hombre. Tenía una mano en el bolsillo del pantalón y con la otra sujetaba un cigarrillo. Sonreía. Me sonreía a mí. La sorpresa me abrió la boca lentamente. Era mi padre. Su figura imponente se alzaba con la misma majestad que la del árbol. Eché a correr hacia él y, cuando ya estaba a punto de abrazarle, su imagen se difuminó en el aire y se desvaneció. Me quedé perpleja y triste, rodeé el formidable tronco pensando que tal vez estuviese jugando al escondite, pero no, no estaba.
Así que decidí buscarle por el parque. Fui hasta el final de la explanada y me adentré en el único rincón que siempre me había producido aprensión. Se trataba de un lugar solitario y silencioso, presidido por una fuente que derramaba sus aguas en un pequeño canal que surcaba el suelo. Había dos columpios que siempre se hallaban vacíos, mecidos por el aire, o tal vez por la fuerza que emanaba de aquél lugar. Allí nunca había pájaros, ni pavos reales, allí las ramas de los árboles y arbustos no se movían. El único sonido era el gorgojeo de la fuente. Divisé a lo lejos el monumento a Bécquer, representado con una ondina a sus pies. Aquello me hizo recordar que el parque era un lugar de agua, aguas a la vista y aguas ocultas bajo tierra desprendiendo su extraño magnetismo, y que se le consideraba un “centro de poder”. El lugar en el que me encontraba se me antojaba uno de esos enclaves donde las energías confluyen en el subsuelo y se perciben en el entorno, un lugar en el que sentía miedo y al mismo tiempo una irresistible atracción que me impedía salir corriendo. Un leve chirrido metálico me hizo volver la cabeza. Sentado en uno de los columpios, mi hermano Inke me sonreía y me hacía señas para que ocupase el asiento vacío a su lado. Me olvidé de mi padre y corrí hacia mi hermano, aliviada al sentirme segura con su presencia, pero, al igual que me había sucedido antes, la imagen de Inke se desvaneció poco antes de llegar a él.
Decidí salir de ahí y encaminarme hacia la salida que daba a mi barrio, convencida de que mi padre y mi hermano estaban jugando conmigo. Anduve por senderos flanqueados por aquella exuberante fauna de árboles fantásticos que parecían sacados de un bosque encantado y habitados por las hadas. Un pavo real cruzó el sendero ante mí caminando sin prisa. Varias palomas revoloteaban alrededor de un hermoso palomar de madera. Los pájaros cantaban alegres, saltando de rama en rama. Atravesé el puente sobre el estanque de los patos, un numeroso grupo de ánades que se repartían entre la superficie y el agua, y me dirigí hacia la cascada de piedra. Una preciosa mujer se hallaba sentada sobre el murete de rocas que la bordeaba. Su mano derecha jugaba con el agua. Cuando levantó la vista y me miró sonriendo mis ojos se inundaron de lágrimas. Era mi madre, y temí que pudiese suceder lo mismo, que desapareciese ante mis ojos sin remisión. Me acerqué, esta vez lentamente, y extendí una mano para poder tocarla. Pero antes de que mis dedos la rozaran, se esfumó. Me senté sobre el murete y lloré con desconsuelo, hasta que advertí mi torpeza; estaban en casa, todos ellos estaban en casa con el resto de mis hermanos, como siempre, esperándome para comer. Todo había sido producto de mi imaginación.
Bajé por una de las pequeñas escaleras que discurrían a ambos lados de la cascada. Parecían de juguete. Sus escalones eran tan estrechos y de tan escasa altura que tenía que andarme con cuidado para no pisar dos al mismo tiempo. Rodeé el estanque de los cisnes recreándome en la serena belleza de un ejemplar que se deslizaba sobre la superficie cristalina. Tres más permanecían tumbados junto a una pequeña caseta de madera. Dejé atrás el estanque y me dispuse a enfilar la salida, dejando a mi izquierda el palacete que había sido vivienda de los antiguos dueños de aquél jardín botánico convertido en parque público. Miré hacia el edificio buscando a los numerosos pavos reales que solían frecuentarlo, posándose en la gran escalinata de entrada y en las balaustradas. Pero lo que vi fue una niña, una preciosa niña de mi edad, con el cabello rubio ensortijado y una sonrisa dulce y cálida que me invitó a acercarme a ella. Yo la conocía. No sabía de qué, pero la conocía mucho. Se me ocurrió que podría ser mi mejor amiga, pues recordaba haber acudido con ella a ese mismo parque multitud de veces para jugar, echar de comer a los patos y cisnes y montar en bicicleta. A medida que me aproximaba, una apacible sensación de bienestar se fue apoderando de mí. Aún seguía sin identificarla, pero sabía que era la persona con la que más a gusto me podría sentir jamás. Cuando quedaban apenas unos metros, temí de nuevo que desapareciese, más ella rió con desenfado, vino hacia mí y me abrazó, y yo me sentí la niña más afortunada del mundo. Me di cuenta de que la quería con locura, más, incluso, que a mis padres y hermanos, pero repasaba mentalmente mi lista de amistades y no conseguía localizarla.
- ¿Quién eres? – pregunté. Ella se rió, pero no me contestó.
- ¿Quién eres? – Insistí.
- ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres? – repetía sin cesar mientras ella no paraba de reír.
Finalmente, aguantó la risa como pudo y me contestó – Mamá, que soy yo. Levanta, venga, que el café ya está hecho y me tengo que ir a trabajar –.
Abrí los ojos y me encontré de nuevo con su dulce y cálida sonrisa.
¡Hola Miguel!
ResponderEliminarEs uno de los parques más bonitos que conozco, a mi me gusta perderme en él algún día lluvioso a primera hora.
¡Buen lunes!
MIGUEL
juer, ¡qué recuerdos! ahí pasé parte mi niñez también ¡la de veces que he dado de comer a los patos que hay allí!
ResponderEliminarDe pequeño me llevaban a este parque a ver pavos reales, forma simple de conseguir que merendara. Una tarde tuve la mala experiencia de caerme en uno de los estanques. Un tropezón.
ResponderEliminarHola Miguel,
ResponderEliminarMuchas gracias por haber hecho una entrada tan exquisita y con tan bellas imágenes, y gracias también por haber respetado el texto en su integridad, a pesar de ser tan extenso.
Mil besos!
que gozada! y que tranquilidad transmiten las fotos!
ResponderEliminarEspero que disfrutéis con la historia de Io. Gracias una vez más por tu colaboración.
ResponderEliminarEs posible que en una próxima entrada hable de la historia del Parque para todo aquel que no la conozca.
Hasta la próxima.
Genial la historia, genial el tema y el parque!!
ResponderEliminarEstupendo relato, muy bien acompañado por las fotos. Yo tengo el parque relativamente cerca de mi casa, y es una gozada pasear por él.
ResponderEliminar¡qué relato tan bonito! muchas gracias.
ResponderEliminarEste también es mi parque, y cuánto más lo conozco más me gusta.
Miguel, esperamos tu entrada sobre él.
no sé si el relato está basado en algo real, pero yo también iba a ese parque vestida de uniforme, a ver si ibamos a ir al mismo cole jeje
ResponderEliminarun abrazo
yaves, yo iba al Loreto, de O'Donell :D
ResponderEliminarBesos!
guao... pero que belleza!! no concibo que ese parque este solo...
ResponderEliminarla historia esta bonita ;)
Nunca h estado ,creia que conocia todos los parque de Madrid.debe de ser de los pocos
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