En las primeras décadas del siglo pasado era común encontrarse en parques, plazas o en las ferias de la ciudad, a un personaje cargado con su pesada cámara, dispuesto a retratar a todo aquel que se moviese. Era el fotógrafo minutero, llamado así por la rapidez con la que te entregaba la foto que te acababa de hacer.

Cargado con su cámara de madera, su particular laboratorio portátil, y sus variados telones para ambientar la fotografía, estos personajes recorrían la geografía española, de cabo a rabo, visitando hasta el pueblo más perdido de la mano de Dios con el objetivo de que todo aquel que lo deseara pudiera tener su propia fotografía .

En muy poco tiempo, y por un precio asequible, lograban que algo que estaba quedado limitado a la gente más acomodada que podía permitirse acudira a los fotógrafos de estudio, pudiera estar al alcance de todos. Junto a su pesado equipo fotográfico llevaban un laboratorio andante, y así conseguían que en muy pocos minutos el cliente se fuera a casa con su foto en la cartera.

A partir de la mitad del siglo XX, el auge de estos fotógrafos se vio frenado ya que empezó a extenderse la última novedad en fotografías: el color había llegado. La mayor tecnología necesaria para las fotos en color no era compatible con las cámaras minuteras por lo que los ingresos fueron disminuyendo poco a poco ya que la gente prefería estar a la última y disfrutar de fotos en las que pudieran apreciarse todos los colores.

Todo esto fue en aumento, y ya a partir de mediados de los años setenta la demanda de fotografías en blanco y negro pasó a ser testimonial quedando el trabajo de los minuteros prácticamente en el olvido.

Por suerte aún quedan algunos nostálgicos, que en lugares turísticos como la Plaza de Oriente, nos ofrecen retroceder cien años y recuperar ese tipo de fotografía. Son inconfundibles: caja de madera cubierta por su correspondiente paño negro, unas cubetas de plástico para conseguir el revelado casi al instante, una silla de tijera, un baúl lleno de sombreros, viseras, boinas, bufandas, y todo aquello que te haga volver a principios del siglo XX.

Hace unos meses tuve la suerte de encontrarme con un minutero (la mujer de la foto) y por un precio bastante interesante pude hacerme una foto similar a las que mis abuelos y bisabuelos tenían en sus carteras. Hablando con esta mujer, nos comentó que el cajón de la cámara lo había construido ella, pero que la lente era de principios de siglo.

Todo es bastante rápido: te sientan en una silla de tijera, te buscan en una vieja maleta los complementos que mejor te vengan (en mi caso visera y bufanda, y para mi mujer sombrero y colgante), te colocan en la postura idónea para que todo salga con éxito y ¡zas!, hecha la foto. Después tras unos diez minutos de espera en los que la fotógrafa iba pasando la foto de cubeta en cubeta, ahí teníamos la fotografía. Hoy esa foto adorna una de las estanterías del salón, y quien sabe, quizás en algunas de las fotos del domingo pueda aparecer algún día.
