domingo, 15 de febrero de 2009

Mis primeros viajes a Madrid

Llega hoy a este blog, una historia de Madrid desde el punto de vista de Júlia Costa. Esta escritora catalana ha escrito a lo largo de su dilatada carrera diversas obras, que en algunos casos le han supuesto recibir distintos premios literarios. Júlia es la autora de varios blogs en catalán, siendo el más destacado de ellos "La panxa del bou", y de un blog en castellano "Caracteres ocultos". En unos pocos días llegará a las librerías su nueva obra "L´inici del capvespre", mientras tanto podemos disfrutar con esta historia:

Cuando yo era pequeña se viajaba muy poco. El único viaje anual familiar era de pocos días, desde Barcelona a Girona, donde tenía yo un tío sacerdote, al que íbamos a visitar. El viaje, de pocos días, iba acompañado de un gran ceremonial y recuerdo que incluso pasábamos a despedirnos de casi todos los vecinos de la escalera, porque era entonces mi barrio, el Poble-sec, un lugar típico y ruidoso, con grandes relaciones autárquicas entre la gente. Sin embargo, a principios de los sesenta tuve la ocasión de viajar a Madrid por un hecho singular y extraordinario. En aquella época se estaba introduciendo la cocacola en el mercado nacional y se invitaba a las escuelas a visitar su fábrica en Poble Nou, entonces un barrio industrial y alejado del Paralelo, donde yo vivía. Mi escuela era también muy modesta y las monjitas aprovechaban todas las ocasiones de salir gratis a dar una vuelta. Nos llevaban en autocar, nos mostraban las naves, nos pasaban un documental y nos invitaban a cocacola y galletitas saladas, creo que allí comí por primera vez esas galletas de aperitivo en forma de pececito que me parecieron una delicia. No sabía ni imaginaba que la bebida sería con el tiempo un símbolo capitalista, claro.

La empresa iniciaba en aquellos años un concurso de redacción, dedicado a alumnos de cuarto de bachillerato, que después continuó con los de octavo de primaria y que ignoro si todavía existe. Nos daban un tema de trabajo, la escuela escogía dos redacciones y se pasaba a la final. El tema, excitante, que me tocó fue El comercio exterior español. Creo que redacté una especie de panegírico patriota y místico que encantó al profesorado y que, además, publicaron en El Correo Catalán, periódico de la época, para orgullo de mis mayores. Tuve la suerte de ganar el primer premio provincial, la final barcelonesa fue nada menos que en el Palau de la Música, y aquello comportaba participar en la final nacional, en Madrid. Lo lógico hubiese sido ir con un familiar, pero la monja directora de mi escuela, sor Inmaculada, tenía un hermano militar en el Pardo, al que no podía ver con frecuencia, y convenció a mi familia para que dejasen que me acompañase ella. Fuímos en tren, tuve que dormir con la religiosa, cosa que me resultó muy incómoda. Por cierto, comprobé de forma disimulada que tenía pelo bajo la toca. El viaje era de noche, pero recuerdo que me desperté y contemplé por la mañana los inmensos campos de trigo castellanos, aquel cielo tan azul de la meseta, las murallas de Ávila, iguales al dibujo de un álbum de cromos sobre bellezas de España y me pareció ser la protagonista de un cuento maravilloso. Madrid, como Barcelona, no eran entonces las grandes ciudades europeas excesivas en qué se han convertido, sino que conservaban todavía un tono provinciano y entrañable y sus límites, más reducidos, coincidían con zonas rurales próximas y en activo.

Nos llevaron a un hotel modesto, creo que se llamaba Continental, muy céntrico y algo misterioso, con muchos viajantes de comercio, supongo que eran los profesionales que viajaban en aquella época con más frecuencia. El hermano de la religiosa resultó ser un señor muy agradable, un militar honrado y serio, inteligente, con una hija de mi edad, simpatiquísima, con la cual hice amistad y que se llamaba Sonsoles, nombre que yo no había oído nunca hasta entonces. El militar nos paseó por toda la ciudad y alrededores, visitamos el Palacio de Oriente, el Valle de los Caídos, el Escorial, y, claro, el Prado. Creo que jamás ningún museo me ha impresionado tanto como el Prado en aquella época; contemplar los cuadros famosos, que reproducían de forma deficiente los libros de texto, me produjo una emoción intensa y definitiva y, por mi gusto, no hubiese salido de allí dentro. Existían, eran reales, pensé. Incluso vi pasar a Franco, con una escolta de coches, que se iba a pescar atunes, y también me impresionó contemplar fugazmente aquel perfil de las pesetas rubias en vivo, como si de un cuadro más se tratara. No gané el premio nacional, que era un viaje a Egipto, pero toda la situación me pareció una aventura exótica y sofisticada. También recuerdo que en aquel viaje percibí por primera vez una cierta añoranza cuando llevaba muchos día sin oir hablar en catalán, entonces una lengua reducida al ámbito doméstico, vecinal y familiar.

La ciudad me encantó, en mi ambiente escolar se debatía con frecuencia, entre compañeras, si era mejor Barcelona que Madrid, rivalidad eterna trasladada al fútbol y a lo que sea. Un tema recurrente era el hecho que allí permitían hacer edificios más altos y que, además, incluían en los censos poblaciones vecinas para tener más personal que Barcelona. El mito de la grandiosidad y los récords numéricos, vaya. La mayoría de niñas no había estado en Madrid, claro, pero creo que en aquel viaje percibí de alguna manera la tontería de tanta estúpida comparación entre dos realidades tan distintas -y también tan parecidas- y lo absurdo de las generalizaciones ignorantes que, instrumentalizadas por políticos, tanto daño hacen a la convivencia de la gente normal.

Tardé en volver a Madrid, pero al cabo de siete u ocho años lo hice, con unas amigas, en Semana Santa y nos alojamos en una pensión barata de la calle del Pez. Yo ya no era una adolescente sino una chica con muchas ganas de ver mundo. Aún era una ciudad de medida razonable, donde, me pareció, se vivía todavía a un ritmo más lento que en Barcelona, ya convertida en ciudad de ferias y congresos. Incluso los coches paraban para dejarnos pasar y algunos conductores nos piropeaban, claro que éramos chicas jóvenes, quizá fuese por eso, pero me temo que ya no ocurren esas cosas, ni en Madrid ni en ninguna gran ciudad. Volví al Prado, había un conserje que parecía salido de La Verbena de la Paloma y que informaba en francés, idioma universal de la época, con acento castizo, a los pocos turistas de entonces sobre el horario: de dix a deux, pour le soir fermé… Conocimos chicos de la ciudad, que nos llevaron por mesones y bares, practicamos algo de noctambulismo inocente, pero percibí también entonces esa cara oscura de las ciudades grandes, que inocente de mí, en aquel tiempo quería ignorar. Tuve un desengaño sentimental, el chico intelectual que recitaba a León Felipe y leía a Alejo Carpentier se enamoró de una amiga y no de mí. Recuerdo que remábamos en el Retiro hablando del presente y del futuro, misterioso e imprevisible, de las novelas de Galdós, de las sudamericanas que entonces invadían el mercado literario y arrasaban con su fuerza inmensa, de si algún día tendríamos democracia, e incluso de si Dios existía o no. También cantábamos en broma canciones de ambiente madrileño que pertenecían a nuestro imaginario personal, condicionado por las sesiones radiofónicas de discos solicitados: cuando vengas a Madrid chulona mía, voy a hacerte emperatriz de Lavapiés...

Todo cambia. La cocacola mejoró su márketing y llevó a las concursantes en avión a hoteles mucho mejores. La monja tuvo suerte, ya que años después una niña de la misma escuela volvió a ganar y pudo repetir el viaje, en mejores condiciones. Las redacciones se hicieron más adelante, con la democracia, en catalán. Madrid creció y Barcelona se desbordó. Los turistas han invadido los rincones de nuestras ciudades hasta extremos surrealistas y los edificios altos de entonces hoy parecen decimonónicos. He vuelto a la ciudad en otras ocasiones, no tantas como hubiese querido y siempre me ha gustado y he encontrado gente estupenda. Ha crecido y ha cambiado, aunque conserve sus rincones antiguos, con olor de verbena popular, por donde quiero imaginar que todavía Alfonso XII llora a María de las Mercedes o la Fortunata galdosiana bebe en una fuente pública. Inevitablemente tenemos un imaginario poético, musical e intelectual propio y cada ciudad, idealizada, es distinta para cada persona. Los museos son ahora colmenas de turismo masivo y muchos niños y niñas del país ya han viajado con sus padres desde muy pequeños, incluso a Eurodisney, por carreteras que no pasan por pueblos ni ciudades, sino por autopistas uniformadas, o en aviones con retraso que cruzan el cielo en mayor número que las moscas estivales de otros tiempos. Què hi farem!!! Claro que han mejorado muchas cosas, que las ciudades son más limpias y europeas, pero, como dice un refrán catalán a cada bugada es perd un llençol (en cada lavado se pierde una sábana). Creo que lo peor es que los que cambiamos somos nosotros y que constatamos como nada vuelve, sobre todo la lejana juventud en la cual el futuro era un misterio apasionante y lleno de posibilidades.

12 comentarios:

  1. De las fotos que aparecen en esta entrada las dos que están en blanco y negro son de los viajes de Júlia a Madrid: la primera es del Retiro y la segunda del Valle de los Caídos.

    Las fotos en color son mías y recogen distintos sitios de los que recorriño Júlia.
    La primera es del lago del Retiro.
    La segunda es del hotel Continental, situado en el 44 de la Gran Vía.
    La tecera es una vista del Gran Vía
    La cuarta es una vista de una de las entradas del Museo del Prado.
    La quinta está tomada en la calle del Pez
    La sexta está tomada en la calle San Justo

    Desde aquí quiero agaracer a Júlia la historia que nos ha regalado, y más teniendo en cuenta que estos días ha estado bastante atareada con los pormenores de la publicación de su nuevo libro.

    Espero que disfrutés con la historia.

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  2. Muchísimas gracias, Miguel, ha quedado estupendo. Es un honor participar en tu blog!

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  3. Pero qué historia más bonita, y tan bien narrada...

    Desde la inocencia de su infancia, su segundo viaje, las comparaciones con Barcelona, la Madrid actual... Bellísimo!

    Un besito

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  4. Ha sido un verdadero placer leer esta entrada, sus descripciones y esa sensación de aventura que siempre es el primer viaje fuera de tu "entorno"
    ¿Sabes? recuerdo muy bien el concurso de coca-cola y las redacciones aunque yo no pasé de la segunda selección! :-)

    Un beso para los dos y enhorabuena
    Mer

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  5. Entrañable y sincera entrada. Ver Madrid con otros ojos es estimulante.

    Saludos

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  6. ...los edificios altos de entonces hoy parecen decimonónicos...

    A veces el tiempo tiene prisa por pasar... muy bonita historia.

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  7. Marinero ¿qué es lo que más te gusta del estanque del Retiro?
    ¿Tienes algo del parque de la fuente del Berro? De pequeño me caí en uno de sus estanques ...

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  8. Bonita historia, yo también participe en uno de esos concursos, allá por principios de los setenta, e hice la consabida excursión a la Coca cola, la pena es que yo vivía en Madrid y la excursión fue mucho menos emocionante.
    Un saludo nostálgico.

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  9. Por los comentarios que vais dejando, veo que el concurso de la Coca-Cola tuvo bastante éxito en su momento.

    Yo no lo recuerdo para nada, por lo que una de dos, o los de mi colegio no se movían para todas esas cosas, o bien me pillaba algo pequeño para poder participar.

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  10. Gràcias por vuestros comentarios. Una cosa me he dejado en el tintero, a los finalistas de la escuela, sólo por eso, nos regalaban un cajoncito de cocacolas y con ellas montamos en mica casa (no sé como cabíamos en aquel piso tanta gente) uno de aquellos guateques de la época, era la época de 'Quinientas millas', canción que, por cierto, un conjunto también cantó en la final del Palau de la Música i que la profe de francés del cole nos había copiado en lengua original:

    En el tren que se alejó/ va mi amor que me dejó/ que de mi se ha separado/ sin un adiós...

    Qué tiempos, ay, qué canciones tan románticas.

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  11. Muy bonita entrada, y llena de nostalgia. ;-)

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