
La acogida otorgada el lunes a los jugadores de fútbol de la selección me recordó a lo que sucedía antiguamente cuando los soldados volvían de la guerra. Así, me vino a la cabeza uno de los considerados héroes populares de este país, se trata de Eloy Gonzalo, conocido como Cascorro. Su llegada al mundo el 1 de diciembre de 1868 no pudo empezar peor ya que fue abandonado en la puerta de la Real Inclusa, portando entre sus ropas una nota en la que su madre rogaba que el niño fuera bautizado con el nombre de Eloy Gonzalo. Nueve días su suerte cambia, y es adoptado.

En 1892 ingresa en el Cuerpo de Carabineros y su vida sufre un nuevo revés ya que en 1895 es condenado a doce años de prisión por insubordinación. La causa es el altercado que mantiene con un teniente al descubrir que su novia, con la que está a punto de casarse, mantiene relaciones con su superior. Gracias a un Real Decreto que perdona la cárcel a los que acudan a pelear en la guerra de Cuba, Eloy embarca en noviembre de 1895 hacia la isla. El 22 de septiembre de 1896, su batallón con 170 soldados está en Cascorro, aldea situada cerca de Puerto Príncipe, provincia de Camagüey, y son cercados por más de 3.000 rebeldes cubanos.
El día 26, la situación es crítica y es entonces cuando Eloy, sin nadie que le espere en España, se presenta voluntario para una misión suicida consistente en quemar las casas desde donde son atacados. Seguro de su muerte, pide ser atado con una cuerda para poder ser arrastrado y rescatado cuando caiga abatido por los insurgentes. Así, atado con una soga, cargado con su fusil y una lata de petróleo, reptó hasta la casa, la prendió y logró volver indemne, consiguiendo así acabar con el asedio.

El premio recibido fue la Cruz de Plata al Mérito Militar y una pensión mensual vitalicia de 7'50 pesetas. Sin embargo la suerte le volvió a salir cruz cuando tras seguir combatiendo, murió de disentería en el hospital de Matanzas en 1897. Tras la derrota final de 1898, sus restos fueron repatriados y reposan en el Cementerio de la Almudena junto a otros caídos durante las guerras de Cuba y Filipinas.
Aunque su gesta tuvo poca relevancia militar, el pueblo de Madrid decidió rendirle un homenaje de admiración por lo que le dedicó una
calle y levantó una estatua en su honor en pleno
Rastro. Inaugurada en 1902, muestra a un soldado con su Máuser y su correspondiente bayoneta al hombro, una lata de gasolina y una soga rodeando su cintura.
