La entrada de hoy llega gracias a TitoCarlos autor de Soy Tito Carlos, un blog "de un gato pucelano que regala historias". En esta entrada nos relata uno de sus recuerdos de su infancia cuando vivía en el madrileño barrio de Argüelles.
Todos los domingos por la mañana mi padre iba a visitar a su hermana y me llevaba con él. Me encantaba demostrarle que me conocía el camino de casa al metro y del metro a casa, pensando en que algún día lo haría sin compañía. Recitaba el nombre de las pocas calles por las que pasábamos y todas las estaciones de metro. Bajábamos por la calle de Galileo porque siempre se encontraba con amigotes y tomábamos Fernando el Católico hasta Magallanes, parando un ratito en Casa Ricardo, para saludar y eso; un poco a la derecha está la glorieta de Quevedo, y al metro.
Nos desplazábamos hasta Goya y andábamos hasta la salida de Metro de Velázquez, que era cuesta abajo y ahí vivía mi tía. A la vuelta tomábamos el metro en Velázquez, porque hasta Goya es cuesta arriba, y hacíamos el trasbordo. Saludaba a mi tía y me iba a la cocina; alucinaba en aquella cocina. Era tan grande como mi casa entera; su mesa era como la del comedor de mi casa y cabían cuatro sillas, cuando en la mía no cabía la banqueta y no había ni mesa. Pero lo que más me impresionaba era la nevera, de esas con curvas en las esquinas y ningún ángulo, dando la impresión de una cosa gorda, y con ese picaporte tan raro para abrir su puerta y que hacía “pfffssss!” cuando se cerraba…
Mi tía tenía cocinera; era muy simpática, y siempre me daba una pera de agua o melón fresquito que sacaba de la impresionante nevera. Creo que mi padre nunca se enteró que a media mañana tomaba esas cosas, porque él, que era muy listo, sabría por qué regresaba a casa con tanta hambre. Y es que con esas limpiezas de estómago, las ganas de comer que me entraban al medio día eran espantosas.
Me pasaba el camino de vuelta recordando a mi padre el hambre que tenía, y siempre, como un reloj, había la misma escena frente al bar ‘La Ría del Narcea’, sita en Fernando el Católico frente a lo que eran Galerías Preciados de Arapiles pero por la parte de atrás, antes de llegar a Escosura. Este bar tenía un cartel que decía ‘El pollo dorado’ y tenían la primera máquina asadora de pollos que he visto en mi vida, y estaba colocada de forma que se viera bien desde la calle, churruscándose, dando vueltas y chorreando grasa… a veinte minutos de la hora de comer. “¡Papaaa, cómprame un pollo!”, y a pesar de las negativas yo no me movía observando el girar de los pollos e insistiendo a gritos aquella petición, hasta que mi padre me cogía de la mano y me arrastraba mientras seguía gritando. “¡Jóoo, yo quería un pollo!”
Era así todas las veces, pero no pasaba nada, llegábamos a casa despotricando, comía y ya estaba, pero no se qué pasó aquel domingo, quizá mi padre se enfadó con su hermana y venía calentito, no sé. Me cogió por los brazos y me levantó a su altura, apretaba los labios como para decir algo espantoso, pero en vez de eso me metió en volandas en el bar y me sentó en una silla junto a una mesa. “¡Póngale un pollo al niño de los….!” Gritó a un camarero que se reía mucho, yo creo que es que ya nos conocía de otros domingos. Me plantaron un pollo en la mesa, un poco de pan y un vaso de agua.
Mi padre se quedó en la barra tomándose una cerveza y sin quitarme ojo observó como arrancaba los muslos y me los llevaba a la boca chorreando grasa por la comisura de los labios y por mis deditos, mis manos y mis muñecas; tras los muslos desmenucé las pechugas y me las comía en pequeños trozos acompañando con pan y agua que tuvieron que reponerme varias veces. Me comí la piel churruscadita y rechupé las alitas, deliciosas, antes de mordisquearlas y acabar con ellas, y pedí un plato para los huesos; tuve que insistir, no me lo querían dar, pero es que tenía que quitar todos los huesos y huesecillos, ya rechupados, para poder mojar el pan cómodamente. Una vez limpio el plato consumí un servilletero tratando de que desapareciera toda la grasa de mis manos y mi cara, y me puse en pie ante mi padre que iría por la tercera cerveza y dije mientras sacudía una mano sobre la otra “¡Ya está!”.
El camino a casa fue lento y me salió sin querer un eructo laaargo que incluso me asustó, más que nada por si recibía un coscorrón de mi padre, pero parecía cansado para eso. Mi padre era la autoridad de la familia, así que no pasó nada cuando llegamos a casa tarde para comer, y dijo que ese día ni él ni yo comeríamos. Me puse a jugar mientras mi padre se echaba una siesta. Recuerdo aquel pollo como el mejor que he comido en mi vida, pero no recuerdo la razón por la que dejé de exigir comerme otro; no lo volví a hacer. Pasábamos por el mismo sitio y saludábamos amigablemente a los camareros, pero no volví a entrar en aquel paraíso del pollo asado.
Nos desplazábamos hasta Goya y andábamos hasta la salida de Metro de Velázquez, que era cuesta abajo y ahí vivía mi tía. A la vuelta tomábamos el metro en Velázquez, porque hasta Goya es cuesta arriba, y hacíamos el trasbordo. Saludaba a mi tía y me iba a la cocina; alucinaba en aquella cocina. Era tan grande como mi casa entera; su mesa era como la del comedor de mi casa y cabían cuatro sillas, cuando en la mía no cabía la banqueta y no había ni mesa. Pero lo que más me impresionaba era la nevera, de esas con curvas en las esquinas y ningún ángulo, dando la impresión de una cosa gorda, y con ese picaporte tan raro para abrir su puerta y que hacía “pfffssss!” cuando se cerraba…
Mi tía tenía cocinera; era muy simpática, y siempre me daba una pera de agua o melón fresquito que sacaba de la impresionante nevera. Creo que mi padre nunca se enteró que a media mañana tomaba esas cosas, porque él, que era muy listo, sabría por qué regresaba a casa con tanta hambre. Y es que con esas limpiezas de estómago, las ganas de comer que me entraban al medio día eran espantosas.
Me pasaba el camino de vuelta recordando a mi padre el hambre que tenía, y siempre, como un reloj, había la misma escena frente al bar ‘La Ría del Narcea’, sita en Fernando el Católico frente a lo que eran Galerías Preciados de Arapiles pero por la parte de atrás, antes de llegar a Escosura. Este bar tenía un cartel que decía ‘El pollo dorado’ y tenían la primera máquina asadora de pollos que he visto en mi vida, y estaba colocada de forma que se viera bien desde la calle, churruscándose, dando vueltas y chorreando grasa… a veinte minutos de la hora de comer. “¡Papaaa, cómprame un pollo!”, y a pesar de las negativas yo no me movía observando el girar de los pollos e insistiendo a gritos aquella petición, hasta que mi padre me cogía de la mano y me arrastraba mientras seguía gritando. “¡Jóoo, yo quería un pollo!”
Era así todas las veces, pero no pasaba nada, llegábamos a casa despotricando, comía y ya estaba, pero no se qué pasó aquel domingo, quizá mi padre se enfadó con su hermana y venía calentito, no sé. Me cogió por los brazos y me levantó a su altura, apretaba los labios como para decir algo espantoso, pero en vez de eso me metió en volandas en el bar y me sentó en una silla junto a una mesa. “¡Póngale un pollo al niño de los….!” Gritó a un camarero que se reía mucho, yo creo que es que ya nos conocía de otros domingos. Me plantaron un pollo en la mesa, un poco de pan y un vaso de agua.
Mi padre se quedó en la barra tomándose una cerveza y sin quitarme ojo observó como arrancaba los muslos y me los llevaba a la boca chorreando grasa por la comisura de los labios y por mis deditos, mis manos y mis muñecas; tras los muslos desmenucé las pechugas y me las comía en pequeños trozos acompañando con pan y agua que tuvieron que reponerme varias veces. Me comí la piel churruscadita y rechupé las alitas, deliciosas, antes de mordisquearlas y acabar con ellas, y pedí un plato para los huesos; tuve que insistir, no me lo querían dar, pero es que tenía que quitar todos los huesos y huesecillos, ya rechupados, para poder mojar el pan cómodamente. Una vez limpio el plato consumí un servilletero tratando de que desapareciera toda la grasa de mis manos y mi cara, y me puse en pie ante mi padre que iría por la tercera cerveza y dije mientras sacudía una mano sobre la otra “¡Ya está!”.
El camino a casa fue lento y me salió sin querer un eructo laaargo que incluso me asustó, más que nada por si recibía un coscorrón de mi padre, pero parecía cansado para eso. Mi padre era la autoridad de la familia, así que no pasó nada cuando llegamos a casa tarde para comer, y dijo que ese día ni él ni yo comeríamos. Me puse a jugar mientras mi padre se echaba una siesta. Recuerdo aquel pollo como el mejor que he comido en mi vida, pero no recuerdo la razón por la que dejé de exigir comerme otro; no lo volví a hacer. Pasábamos por el mismo sitio y saludábamos amigablemente a los camareros, pero no volví a entrar en aquel paraíso del pollo asado.
Es realmente EXCELENTE....Adoro a mi Tito Carlos. Besos
ResponderEliminarjejeje, conocía la historia pero no recordaba lo del eructo jajaja
ResponderEliminarMuy bueno
Que historia más guapa jeje. Creo que ya te comenté en otra ocasión, me gusta mucho tu blog, sobre todo el apartado que tienes de leyendas.
ResponderEliminarSaludos
Ya son horas, y me ha entrado un hambre.... Quiero un pollo!
ResponderEliminarExcelente historia.
Carpe Diem
Cómo me gustan estas historias de Madrid! Mientras leo voy repasando mentalmente los lugares, me encanta hacerlo. Pero claro, es porque me encanta Madrid =)
ResponderEliminarY muy entretenida la historia!
Un saludo
He estado viviendo en muchas ciudades, pero prácticamente todas las anécdotas que pueda contar se desarrollan en Madrid, obviamente las de mi infancia.
ResponderEliminarMe ha gustado leerme en tu magnífico blog; toda una experiencia.
Gracias, Miguel,
Jajajajaja me ha encantado leer esta anécdota, la cual me ha resultado tremendamente divertida.
ResponderEliminarY es que mientras leía no podía dejar de imaginarme a un mocosete despedazando con sus manitas un pollo asado.
Se ve que se quedó bien satisfecho y por eso no volvió a dar la tabarra jaja
Un abrazo.
Bueno, fue la cara de mi madre cuando dijimos que no comeríamos la que me hizo desistir de repetirlo....
ResponderEliminarLa verdad es que las fotos en combinación con el relato, hacen un tándem perfecto. Buena iniciativa.
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